Hogar

El arquitecto, que es mi hermano, me dijo que volcara en mis deseos todas las descripciones poéticas que pudieran caber en el diseño de nuestra casa. Inmediatamente me acordé de aquellos “rascacielos de acero y miel” de José Hierro frente al Washington Bridge. Por aquel tiempo yo regresé a Cuba y me sumergí en las briznas de hierba de varios huertos que me abrieron al horizonte de la permacultura. Si esto es lo que llevo tanto tiempo buscando, me dije, si en estos mandalas cosidos a la tierra con puerros, tomates y frijoles habito yo; si este es mi íntimo pálpito y quiero que estas viñas que enrojecen en otoño cubran el porche que dará al sur. La casa, que en algún momento se imaginó de acero y miel, otras de hormigón y otras tantas de muchos modos, fue tomando forma pitagórica como síntesis de esta vida. Esa fue la primera condición: una casa de proporciones áureas. Mi hermano, así, fue moliendo ideas y versos, materiales y equinoccios porque el sol salía entre unos robles centenarios y se colaba detrás de los tejados del pueblo. La giró, miró la tierra desde el río con libélulas y la posó en un papel que un puñado de meses de paciencia, alborotadas gestiones y manos ajadas después hicieron realidad. En octubre empecé a echar el césped, y eso me llevó unos cuantos días. Así vino el invierno y la cellisca que empapó la tierra y nuestros sueños, ya que a inicios de marzo ya estábamos, mi amor y yo, en las amígdalas de la Sierra Nevada de Santa Marta. El mamo, nuestro mamo, contempló las fotos que llevamos como nunca he visto buscar lo que hay detrás de una imagen. Preguntó si la roca que se asoma al oeste se había dañado, y dijimos que no: no fue tocada. Pero eso fue una especie de milagro porque su destino, en principio, era ser destruida. También bautizó nuestro hogar, nuestro hogar o nuestro templo, que después de tantos versos se hizo con materiales más parecidos a las nidos de los pájaros que a cualquier construcción en cincuenta o cien kilómetros a la redonda. Ahora ya solo nos toca volar.

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