Yo no puedo renunciar a lo que me sale por los poros. Tres años de silencio desde que abandoné el refugio de los últimos tiempos y que empleé en amar, sembrar, construir nuestro hogar, cambiar de rumbo y de piel. Pero uno no puede renunciar a lo que le sale por los poros, que también es escribir. Uno no puede renunciar a caminar alegre y soltar endecasílabos desde el cielo de la boca, ni sorber cada sílaba de esos maestros que descienden por los siglos para agitar las almas dispuestas a ser agitadas. Uno puede renunciar, y renuncia, a las promesas pronunciadas por no se sabe quién, a la búsqueda de no se qué, a vivir en no se sabe dónde; uno renuncia a la melancolía, al sonajero de la nostalgia, a los caminos trazados por el miedo o el conformismo, al runrún del reconocimiento. La tierra en barbecho se recupera, y los hombres en barbecho se recuperan después de dar lo mejor y vaciarse en su afán. Se vacían, se siguen vaciando y, a medida que van perdiendo el rastro de sí mismos, hallan nutrientes no imaginados: uno no puede renunciar a lo que es. Tarde o temprano, debe dar cuenta a su conciencia. Se puede renunciar a todo o a nada, quizás a unas migas de algo, y beber de esa sopa en la que se vierten los ingredientes del tiempo. En este nuevo caldo que hoy empieza a hervir echo alguna yerbita del pasado, pocas, que aún se mantienen con aroma junto a mí. Mi antiguo edén se me hizo pequeño y llegó un punto, en el peregrinar de esta vida, en el que no reconocía ni sus esquinas. Ahora empiezo de nuevo con un banjo debajo del brazo acompasando otra melodía, fiel a la fidelidad. Uno debe renunciar a tantas cosas en silencio o entre truenos, incluso asumir el hecho de pasar desapercibido entre quienes no saben lo inmortales que son (“yo sí”, matizaba Whitman). Me he tirado los últimos años de vida escribiendo para revistas y periódicos en un tono que no era del todo mío. Y seguiré haciéndolo, pero ya desde el corazón de todo lo existente, como aquel libro sobre Nube Roja. Porque a lo que uno no puede renunciar es a erguir el espíritu, mirar a la vida a los ojos, acomodarse en el vientre de la tierra y fundirse con el sol en cada atardecer. Y dar fe de ello.