Suicidarse en la Sierra Sur
[PUBLICADO EN ALTAIR MAGAZINE]
Un pequeño jardín y cuatro cipreses rodean las primeras tumbas del cementerio de Alcalá la Real. Las tierras son arcillosas y apenas absorben el agua, así que todas las lápidas están empotradas en muros. Juan Carrillo avanza entre ellas hasta llegar a una explanada en la que despuntan varias cruces y en la que, dice, enterraban a los niños que morían antes de ser bautizados. Pero rápidamente gira la cabeza, da unos pasos hacia la derecha y explica que entre el último bloque de nichos y la pared encalada del recinto hay cientos de cuerpos:
—Aquí no hay diez ni doce ni quince. Aquí es que se suicida mucha gente. De siempre.
Juan Carrillo, mata de pelo blanco y voz quebrada por jadeos y alguna lágrima, aún tiembla sobre el suelo de hormigón de esta porción olvidada del cementerio: debajo palpitan los huesos de su padre. Nunca podrá extirpar de la memoria el día de agosto de 1963 en que Miguel Jiménez Rueda lo recogió en el cortijo para llevarlo a Mures, su pequeña aldea cercana a Alcalá la Real. Sus padres le habían visitado la tarde anterior para decirle que toda la familia estaba invitada a un bautizo y su vecino lo buscó en motocicleta, pero cuando llegó a Mures la mañana siguiente, en lugar de pilas bautismales y vestidos blancos, vio el cadáver de su padre, que se había colgado de un nogal. Los vecinos y la familia lo velaron entre sollozos y lo trajeron al cementerio, aunque no atravesaron el jardín principal, los orgullosos cipreses y las hileras de cemento y mármol; entraron por una portilla trasera y dejaron su cuerpo con el de los demás suicidas:
—Los enterraban, se tapaban y no quedaba ni lápida ni nombre ni cruz ni ná. Absolutamente de ná.
Juan no acompañó en el último viaje a su padre, de quien había aprendido las nociones del campo y la vida. Su rabia se fue hinchando con el tiempo hasta que, ocho o nueve meses después y acribillado por el dolor, pedaleó los trece kilómetros que separaban su casa del cementerio, se arrodilló en la puerta principal y rezó lo que sabía hasta lograr apaciguarse.
Aquel chico malherido de 15 años que ahora tirita sobre el amasijo de huesos mezclados tiene 74 años y 2.000 olivos en Parrilla Alta, las mismas tierras en las que vio por última vez a su padre con vida y donde hace pocas semanas encontraron el cuerpo de un hombre con un disparo en la cabeza. Porque aquí, sí, se suicida mucha gente. Él sigue preguntándose por qué.
—A mí alguna vez se me ha pasado por la cabeza precisamente eso. Te lo digo, que no se lo he dicho a nadie —confiesa—. ¿Y tú sabes lo que me ha hecho sujetarme? Pensar en mis hijos. Y decir: «mis hijos van a pasar lo mismo que yo pasé». Te venían unas tonterías a la cabeza por temas de trabajo… Pero luego recapacitaba y me decía: «¿esta carga se la voy a echar a mis hijos?» Pero eso tiene que darle a uno, Dios o quién sea, la capacidad de reacción. Porque a mi padre no se la dio.
Dos años más tarde, las autoridades quisieron enterrar junto al resto suicidas a un chico de familia acomodada, pero hubo un gran revuelo popular y nadie volvió a dormir más en este rincón en el que una placa recuerda al padre de Juan, a su tía Feliciana y a otras tres personas. Bajo el nombre de los suicidas, se lee: «…y también otros vecinos que gozaron de su amor familiar y desvelo por ellos. Sus descendientes quieren dar muestra y testimonio del paso de su vida, a pesar de la ingratitud de una sociedad que los marginó injustamente». Hay algo extraño en el homenaje impulsado por Juan Carrillo y el sepulturero, que murió de un infarto a finales del 2018, poco antes de ver colgado el trozo de mármol: no se indican las causas de muerte ni de la injusta marginación. Juan echa de menos más explicaciones.
—¿Como cuáles?
—Esto ocurría por la iglesia, ya que mandaban los curas y los alcaldes: la palabra no te la puedo decir exactamente. Pero sí que era la gente que se había suicidado, y cuando dice «los marginó injustamente», decir por qué: porque se quitaban la vida.